Me llamo Íñigo López de Loyola, aunque todos me conocen por San Ignacio.
Nací en esta casa torre, en 1491, un año antes de que se descubriera América. Mi padre se llamaba Beltrán, y era un hombre hablador, que me contaba muchas historias de caballeros antiguos y de guerras en sitios muy lejanos, por ejemplo, Nápoles, donde murió uno de mis hermanos mayores. Según me dijo una vez, mi abuelo Juan, desafío junto a otros caballeros a muchas villas de Guipúzcoa, y el rey Enrique IV, lo desterró a Andalucía, para que luchará contra el reino de Granada.
“Ven Íñigo” me decía, “¿sabes por qué nuestra torre es en parte de ladrillo? , cuando tu abuelo fue expulsado de esta casa, vinieron unos hombres a tirarla y solo pudimos poner estas plantas de ladrillo”. Yo le escuchaba admirado, pensando en mi abuelo Juan, con cuyas espadas jugaban mis hermanos. Yo era el pequeño de la familia, y por ello, el más travieso.
Yo no entendía muchas de las cosas que escuchaba, pero parece que mi familia había sido muy guerrera. Mi casa estaba cerca de un río, y junto a ella teníamos un lagar para sidra, un molino y unas caballerizas. A mí me encantaba montar los potrillos y probar el zumo de la manzana, que los mayores tomaban desde las “kupelas”1 mezclado con agua.
Todos los domingos y fiestas mayores íbamos a San Sebastián de Soreasu, la parroquia de Azpeitia. Mi padre siempre decía que desde hacía muchos años era nuestra iglesia, y que por eso los curas nos trataban muy bien. Nada mas llegar, mi padre se sentaba en el primer asiento y mi madre, sobre la sepultura de nuestra casa. Al salir, siempre me decían que yo había sido bautizado en esa iglesia.
Frente a mi casa, había un caserío llamado Egibar. Me encantaba visitarlo. La “etxekoandre”2 siempre me trataba muy bien y fue como una madre para mí, ya que me dio el pecho. Su marido era herrero, y alguna vez me dejó entrar en su taller para ver cómo se forjaba el hierro para las ventanas.
Al poco de cumplir catorce años, mi padre me llevó a montar a caballo y me dijo que iba a realizar un viaje muy largo a Castilla, a un lugar llamado Arévalo. Me contó que en el palacio, vivía un hombre muy importante llamado Juan Velázquez de Cuellar, que era el contador de los reyes y que su mujer, era nuestra pariente. Querían tomar bajo su protección a un hijo de Loyola, para criarlo como propio.
Me despedí de mi familia y llegué a Arévalo. Me recibieron con los brazos abiertos e hice nuevos amigos. La vida era muy distinta a la de Loyola. Aprendí y conocí a gente nueva, incluso reyes y príncipes.
Al morir mi nuevo señor, su esposa me envió como gentilhombre al duque de Nájera, que por entonces era virrey de Navarra. Castilla estaba entonces en guerra con los franceses, y luché frente a ellos en Pamplona. Estando junto a su castillo, una bala pérdida me dio en mi pierna, dejándome ambas malheridas. Me operaron por primera vez en el campamento, pero los médicos me recomendaron reposar en Azpeitia. Así, llegué a Loyola en junio de 1521. Me recibieron a la puerta de la torre mi hermano Martín y mi cuñada Magdalena. Me acomodaron en la tercera planta, donde, tras pasar una noche crítica la víspera de San Pedro, fui sanando. Pedí unos libros de caballerías para entretenerme, cuya afición me venía de mi estancia en Arévalo pero no hallaron ninguno en Loyola. A cambio, mi cuñada me prestó dos libros religiosos, “Vita Christi” y “Flos Sanctorum” cuya lectura me entretuvo y ayudó en mi vida. Poco a poco, me fui acostumbrando a leer sobre santos, y tuve tiempo de reflexionar sobre ellos. Tomé un cuaderno, y comencé a escribir las palabras de Cristo y de la Virgen, para comprender mejor el significado de los libros. Tomé un cuaderno, y comencé a escribir las palabras de Cristo y de la Virgen, para comprender mejor el significado de los libros. Comparé mi vida con la suya, y tomé una decisión: imitarlos en lo posible en mi servicio a Dios. Hoy en día, en ese lugar de reposo se encuentra la mundialmente conocida Capilla de la Conversión.
Cada vez más convencido, tomé la decisión de peregrinar a Jerusalén. Así, a principios de 1522 partí hacia Barcelona, pero teniendo noticia de una epidemia de peste, hube de cambiar mi rumbo. Subí a Montserrat, donde me despojé de mis ricas vestiduras y armas, tomando hábito de pobre peregrino. En Manresa, me refugié en una cueva, que hoy lleva mi nombre. En la misma, comencé a escribir mis sentimientos, que fueron la base de mis “Ejercicios Espirituales”. Hoy, 500 años después de mi peregrinar, la gente sigue mi ruta, el Camino Ignaciano.
Pasé a Tierra Santa y a la vuelta, estudié en Barcelona, Alcalá, Salamanca y París. En esta ciudad, conocí a muchos alumnos, y me hice muy amigo de un navarro llamado Francisco, que era hijo de los señores de Javier.
En 1535, volví por última vez a mi pueblo ya que ante mis problemas de salud, me recomendaron “aires natales” por lo pude partir a mi querida Azpeitia.
Fui recibido por muchos, y decidí alojarme en el Hospital de la Magdalena. Sabiendo de mi llegada, mi hermano Martín me ofreció alojarme en casa, pero preferí dedicarme a los pobres y a predicar al pueblo. El día de las letanías de San Marcos, rodeado de paisanos, prediqué en la ermita de Nuestra Señora de Elosiaga…¡subido en un árbol!.
Pude pasear por mi villa natal, y visitar a mis amigos de Enparan, cuya casa fue en lo antiguo una torre. En la parroquia, entré a la capilla del obispo de Tuy, don Martín de Zurbano, que había sido fiel consejero de los Reyes Católicos y presidente del Santo Oficio, que murió en 1516 estando yo en Arévalo. Su palacio, llamado Basazabal, era entonces uno de los más lujosos de Azpeitia. Por entonces, en las lejanas tierras de las Indias, se estaba conquistando el reino del Perú. Contaban historias de cargamentos de oro y plata, y que uno de mis paisanos, Nicolás Saenz de Elola, era uno de los más ricos. Después, me enteré que había mandado construir una capilla muy adornada, y que había fundado varias obras benéficas para los vecinos de Azpeitia.
Después, me volví a reunir con mis compañeros, y decidimos organizar una orden religiosa. Fuimos a Roma y en 1540, el Papa nos permitió esa fundación, llamada Compañía de Jesús. Fundamos muchos colegios y, contra mi voluntad, me eligieron superior de la Compañía. Cada vez éramos más, y nos fuimos repartiendo por el Mundo. Por ejemplo, mi amigo Francisco se fue a la India y China, donde murió en 1552. Yo, caí enfermo en 1556 y según creo, fallecí el 31 de julio de ese año.